viernes, 11 de diciembre de 2015

Jenus y Calypso (Parte 1)

Jenus recordaba su historia de amor como si fuese ayer, como si los siglos no hubieran ido avanzado como segundos, como si todos los días de sufrimiento ya no hubieran existido. El Rey era leal con el hombre que había sido en el pasado, con las decisiones que había tomado, era honesto con el amor que había sentido por ella. Jamás negaría a nadie, ni siquiera a si mismo, que de volver atrás no hubiera caído en sus redes de nuevo, y ello pese a todo lo que había acontecido después, pese a todo el dolor que había pasado su pueblo sometido al yugo de una Reina que le había embaucado.
Había sucedido al poco de que la guerra hubiera llegado a su fin, después de doce años batallando frente a una guerra que había dado comienzo mucho antes de que Jenus y su ejército intervinieran, más de cien años encadenando lucha tras lucha, muerte y sangre que habían convertido la llanura del mundo de los elfos en una gran tumba sin nombres.
Tras las largas celebraciones que prosiguieron al fin de la primera guerra, donde se le honraba por haber dado muerte al temible Jonás, Brania y las tierras de los elfos le hubieran estado eternamente agradecidos, si años más tarde la avaricia que comenzó a consumirle no le hubiera llevado al encuentro del mago Infrodes, mago expulsado hacía años de las pacificas tierras elfas por llevar a cabo ritos oscuros y usar la llamada nicromancia. El Rey anhelaba que le fuera concedida la inmortalidad, disfrutar de un reinado eterno, sin embargo ya no era el mismo hombre de entonces y su pueblo lo sabía, viejo y sin herederos temía por su trono, y también por la debilidad de Brania ante sus enemigos en el momento de su inevitable ausencia. Así pues, Jenus, haciendo caso omiso de las advertencias de quienes le rodeaban y lleno de codicia, pidió al mago que le concediera la vida eterna. Infrodes por su parte, deseoso de servir al legendario rey Jenus accedió sin contemplaciones, omitiendo la verdad que se escondía tras aquel hechizo, la inmortalidad le llevaría a la desgracia, y por consiguiente también a quienes le rodeaban.
Durante años Jenus disfrutó de su reinado inmortal, e incluso se convirtió en el Rey que una vez antaño había sido para su gente. Las tierras de los hombres disfrutaron de algunos años más de paz y prosperidad, sin embargo un tiempo más tarde, Jenus decayó de nuevo, aburrido de su larga existencia y abatido por la soledad que sentía dejó que su reino se desmoronara sin remedio. Así una noche las puertas del castillo se cerraron para no volver a abrirse, encerrado en sí mismo, terminó con las relaciones que les unían a las tierras elfas y su gran amigo el rey Kalino, cerró fronteras y puertos, y sus hazañas quedaron olvidadas.
Infrodes, arrepentido por el decaimiento de su rey, y atribuyendo aquel hecho a la desgracia que se escondía tras la inmortalidad y de la que no le advirtió, le aconsejó que buscara de nuevo la gloria y el pueblo le perdonaría sus últimos años de aislamiento. Jenus decidió entonces adentrarse en el bosque negro y acabar con la oscuridad que el mago Birendorf había despertado con su poderosa magia negra muchos siglos atrás. Si conseguía poner remedio a la putrefacción que rodeaba Brania y seguía contaminando los alrededores de la ciudad, quizá podría así recuperar la fe de su pueblo, y en sí mismo.
Fue una noche cuando finalmente El Rey Jenus a lomos de su caballo, junto con un pequeño escuadrón marcharon a galope hacia el norte para intentar acabar con el mal de su pueblo. Bajo la lluvia intensa que siempre lo cubría todo en aquella zona mas apartada de Brania, cruzaron la extensa llanura repleta de malas hierbas que escondían pequeños lagos negros y profundos, aguas infectadas y comunicadas a través de túneles subterráneos procedentes del gran lago que se hallaba en el interior del bosque negro, la misma lluvia que caía incesantemente había sido en parte responsable, sin embargo que lloviera tampoco era algo natural de la zona, o al menos no lo había sido en otra época.
Tras cruzar la llanura sin más peligro se detuvieron, ante ellos el bosque se abría en una hilera de enormes y altísimos árboles en tonos grises que se alzaban rodeándolo durante una gran extensión de monte. El límite era claro, y cuando ante el Rey, una abertura entre las enredadas y mortecinas ramas le invitó a entrar, lo traspasó sin más dilación, como si hubiera recuperado la fortaleza que una vez le había dado la gloria.
Sus hombres se miraron con desconcierto, nadie que conocieran o hubiesen conocido en el pasado había entrado en aquel bosque, solo quedaban las historias de algunos, leyendas que siempre terminaban con música y muerte, cantos y melodías en la oscuridad, y gritos, gritos que se perdían en el agua, eran las sirenas de Birendorf, aquellas que una vez flotaron entre luz y aguas cristalinas y que hoy nadaban entre las aguas que las habían infectado, convirtiéndolas finalmente y sin remedio, en algo muy distinto a lo que una vez fueron.
Los hombres entraron sin sus monturas, sabían que debían moverse con sigilo. Con cautela se movieron entre sus ramas sueltas y grandes raíces mientras el suelo pegajoso y lleno de plantas y algas muertas les ralentizaba el paso. Los soldados se sentían nerviosos, sin embargo Jenus parecía impasible, y eso que todavía no tenía claro que debía o podía hacer para remediar aquella atrocidad que tenía ante sus ojos. Creyó que debía hallar la pequeña casa en la que Birendorf había residido tras su destierro de la desaparecida ciudad de Riello, sin embargo no sabía porque lo hacía, pensó que no serviría para nada, ¿que podía hacer él contra la magia oscura?
De pronto, un grito sordo se dejó oír entre los últimos hombres que formaban el escuadrón, Jenus ni ninguno de sus soldados podían ver nada entre tanta oscuridad, al final solo se oyó el murmullo del agua, alguien había caído en las redes de las sirenas y ya era tarde para ayudarlo.
Siguieron avanzando hasta llegar a un lago más grande que todos los demás que se habían encontrado hasta entonces, los hombres con sus espadas desenvainadas se estremecieron, allí debían vivir cientos de sirenas, quizá más, y entre aquella oscuridad, entre la espesura que no dejaba ver nada, el lago más grande comenzó a desprender una niebla verdosa y a la vez brillante que se extendió por todo su alrededor, muchos más lagos comenzaron a dejarse ver alrededor de todo el escuadrón, rodeándolos. Los hombres temerosos se agruparon formando un círculo, y de repente una solitaria sirena asomó poco a poco de entre las aguas. Los hombres se mantuvieron alerta e intentando alejarse de ella lo más posible, pero entonces tras de ellos otra salió a la superficie, las sirenas se agolparon a su alrededor observándolos con inocente curiosidad.
El silencio se adueñó del bosque, solo se dejaba oír el rumor de las aguas moviéndose lentamente, y de pronto una melodía, un sonido lejano, una voz angelical retumbaba por entre los árboles y las rocas llenas de musgo negro. Los hombres las observaron, estaban cantando aunque no parecían mover los labios, su piel aunque pálida parecía del mismo tono que la verdosa niebla que flotaba a su alrededor y las algas negras se deslizaban por sus hombros y por sus largas melenas negras y empapadas. Sus ojos negros se clavaban en los soldados, quienes las miraban con miedo y expectantes a lo que podía suceder.
Aconteció en cuestión de segundos, cuando una de ellas abordó por las piernas al primer soldado, lo hizo con tal rapidez que sólo se oyó el sonido del agua al sumergir el cuerpo entre la oscuridad. Entonces Jenus alzó su espada y la lucha entre las sirenas y los soldados dio comienzo. Los hombres de Jenus lanzaban estocadas en la oscuridad sin cesar, se defendían de ellas con todas sus fuerzas, sin embargo las espadas no servían de nada, sus cortes se curaban al instante y los soldados no tardaron en verse desbordados. Veían a sus compañeros caer a las pútridas aguas, arrastrados por entre cinco o seis sirenas a la vez, no había nada que hacer.
De pronto el silencio volvió a reinar en el bosque, solo Jenus había quedado en pie. Se hallaba ante el gran lago, a su alrededor las sirenas se desplazaban por el agua acercándose cada vez más a él, en aquel instante, sin esperanza, creyó ver llegar el fin de su Reinado, pero no se sintió mal por el ello, aceptó su derrota.
Pero entonces un susurro pareció provenir de todas partes del bosque, surgió de la tierra y de entre los árboles muertos. - Mi rey –repitió una y otra vez.
Era una voz de mujer, sin embargo esta era distinta a todas las demás, su voz poseía un tono especial, nítido y vibrante, dulce pero escalofriante a la vez. Pertenecía a la sirena que del centro del gran lago comenzaba a alzarse de entre todas las demás, ellas la miraban con respeto y admiración mientras por cortesía se echaban a un lado. Ante Jenus, surgió la más bella de las sirenas malditas de Birendorf, ella era Calypso, la reina de aquellas aguas podridas, la más antigua de todas ellas, la que más tiempo llevaba buceando entre los lagos del bosque negro.
Calypso tenía unos grandes ojos negros bajo unas cejas perfectamente perfiladas y una mirada felina que se clavaba en Jenus, la piel que asomaba del lago brillaba a causa de aquel líquido viscoso que la había visto nacer y por el que ahora se desplazaba. Con sutileza y casi sin moverse se acercó a la orilla del lago, bajo los pies de Jenus, y se apoyó en el borde de costado, dejando asomar su cola negra y plateada. Entonces Jenus sin pensarlo un segundo enfundó su espada y lentamente se agachó para contemplar más de cerca a Calypso, quien sin dejar de mirarle le dedicaba una sonrisa complaciente. Eres el Rey – Le dijo la sirena Calypso. Eres la Reina – contestó entonces él.
Las demás sirenas comenzaron a desaparecer de la superficie una tras otra hasta que todo quedó en completo silencio, allí, entre la niebla verdosa que cubría todo el bosque solo quedaron ellos dos. Desde aquel día Jenus abandonó el castillo cada noche para visitarla, solo el mago Infrodes podía imaginar la magnitud del plan que el Rey Jenus se traía entre manos mientras le observaba escabullirse entre los pasillos, él había visto a la sirena reflejada en los ojos y el corazón de su Rey, su alma ennegrecida le había predicho un final inesperado, y después de la muerte sin explicación de los soldados más fieles a Jenus su reinado pendía de un hilo muy fino.
Con la antorcha en la mano, el Rey entraba en el bosque más confiado cada noche que pasaba, las sirenas le respetaban, y el hedor de la naturaleza muerta ya no le resultaba tan insoportable, sabía que allí solo le esperaba el amor de una sirena, y que Calypso debía convertirse en su Reina, el pueblo así debería aceptarlo llegado el momento.
Durante meses su amor se intensificó, sus encuentros duraban hasta el amanecer, Jenus se sentía cada vez más incapaz de separarse de ella, se estiraba a su lado y la observaba nadar, ella le explicaba historias antiguas que hablaban de magia y mares lejanos y él le hablaba de guerra, de batallas y muerte, pero también de victorias. Una de aquellas noches le explicó con orgullo como venció a Jonas, su mayor hazaña hasta el momento, le relató cómo su padre se negaba a entrar en batalla, mientras el le instaba a dejar de esconderse, a dejar de temer a Jonas y a su ejército de Milenos, debía ayudar a los elfos, debía ayudar a preservar la magia en el mundo. Sin embargo su padre jamás cedió, y a espaldas de Jenus había pactado ayudar a los Milenos a cambio de no atacar las tierras de los hombres, dejándoles que usaran sus embarcaderos, facilitándoles un salvo conducto por el paso de la senda de las almas, la única manera posible de rodear el bosque de Gizean, ya que el propio bosque no les dejaría entrar jamás. Así pues, la guerra y la destrucción causada habían debilitado seriamente a los elfos, la ciudad que representaba la grandeza de su gente había caído con pasmosa rapidez, Riello era escombros, y tras más de cien años de batalla sus ruinas blancas se habían teñido con la sangre de incontables elfos y milenos. Calypso había sentido el sufrimiento en el corazón de su Rey, ella le ayudó a entender su redención, el pueblo debía quererle, así debía ser y ellos se lo debían, su entrada en la guerra tras la muerte de su padre había salvado a su pueblo, tarde o temprano Jonas y los saqueadores milenos hubieran invadido Brania y Brímobil. Jenus sonrió y vio en Calypso a la Reina perfecta, sentía que ella lo liberaba de la presión de su reinado, del dolor de sus actos y de la codicia que le había invadido años atrás, creyó que su desgracia había cesado, ella era la suerte que le había faltado.
Pero fue una noche cuando tomó la decisión definitiva. Calypso le había contado que había soñado que visitaba el lejano bosque de Gizean en las tierras de los elfos, que saltando entre sus grandes raíces se perdía en él, y también que veía unicornios y hadas diminutas saltando entre las hojas mojadas del rocío, como contaban las leyendas, y sobre ella había sentido las gotas caer sobre su mano, sin embargo no era agua fresca y transparente como podía pensar, era el líquido negro y siempre la mantenía presa.
Jenus había llegado a la conclusión de que las sirenas debían dejar de ser odiadas, Brania y todas las demás tierras de los hombres debían comprender el sufrimiento de vivir en aquel lugar, en los lagos negros, víctimas de la magia negra a la que Birendorf había dado rienda suelta, antes incluso de tomar a Jonas como su pupilo. Sabía que sería tremendamente difícil que le comprendieran, durante años las sirenas se habían cobrado varias muertes en sus tierras, aparte de los soldados que el propio Jenus había llevado a la muerte por lo que se había entendido como un simple acto de vanidad. Sin embargo el Rey ahora lo entendía como un modo de defensa, y así quería exponerlo.
Creyó que si la convertía en su Reina ella podría ganarse el respecto y comprensión del pueblo, demostraría como eran en realidad, dejaría claro que las sirenas eran capaces de amar, no solo de matar.
Con esa idea, a la mañana siguiente Jenus convocó a Infrodes para que hablaran en privado. El mago se limitó a asentir respetuosamente cuando el Rey sin más preámbulos le confesó que se había enamorado de Calypso, Reina de las sirenas que habitaban en el bosque negro. Pocas cosas sorprendían ya al mago, él que había recorrido el mundo durante más de cien años, sin embargo en aquel instante supo que el rey le estaba confesando aquel secreto por una razón mayor que el simple deshago, sabía que su amor no se quedaría en el lago, y en el momento concreto en que Jenus le confesó que la tomaría como Reina, la fe en sí mismo y en su clan se desmoronó. Infrodes era parte de la raza de los magos, una de las más antiguas que había vivido en el mundo, su clan se caracterizaba por servir siempre a un Rey en tierras elfas, estaban obligados a ello todos sus descendientes, que casualmente siempre eran varones. Como su mago personal la magia debía estar siempre a disposición del rey, pero jamás obviar posible consecuencias de ciertos hechizos, pues no era raro que los que concedían un don muy especial venían ligados a un acontecimiento posterior, normalmente nada bueno. Infrodes ya había callado una vez, quiso pensar que su desesperación para cumplir con su boto le libraría y perdonaría algún día por ello, sin embargo no había hecho más que empezar.
Jenus podría haber soportado con verla en secreto cada noche durante la eternidad que les esperaba a los dos, pensó Infrodes, al menos eso habría ayudado a no encender más la llama que ardía entre los habitantes de Brania, pero Jenus ni se planteaba la posibilidad de mantenerla en el anonimato, e Infrodes sabía que ni una sola palabra suya le haría cambiar de opinión, su amor parecía demasiado perfecto. El Rey posó su mano sobre el hombro del mago y como si de una confidencia se tratara, le pidió que concediera unas piernas de mujer a Calypso, bellas y esbeltas, con todos los demás atributos que debería tener como tal. Infrodes había supuesto lo peor, y aquello podría llegar a serlo. ¿Y si Calypso estaba ligada a la inmortalidad que él había concedido a Jenus? Por primera vez se planteó la posibilidad de que podría haber errado en sus predicciones, tal vez el decaimiento que había consumido a Jenus no había sido más que eso, un desanimo provocado por sus sentimientos humanos. Infrodes miró a su Rey con convicción y le dijo que debía estudiarlo, que quizá no era posible… Pero Jenus no aceptó sus dudas y se negó a escuchar sus explicaciones. Su mirada se volvió desdén hacia el mago, y con enfado se levantó del sillón de sus aposentos donde se encontraban, alzando la voz le inquirió una respuesta, si sabía hacerlo podría quedarse en Brania y servirle para siempre, sentenció Jenus, de lo contrario, si se negaba o alegaba que no era posible realizar el hechizo, sería exiliado y buscaría un mago mejor. Aquellas palabras fueron como mazazos para el mago, sabía que debía negarse o al menos eso habría sido lo correcto, pero también era consciente de que ningún otro mago podría ser capaz de proporcionarle una magia como la suya. Aun con todo ello sintió que debía quedarse, el Rey lo necesitaría mas que nunca después de aquello.
No pasaron muchos días hasta que Infrodes anunció a Jenus que ya estaba todo preparado para el hechizo. El mago se había tomado algunas libertades al respecto y había estudiado el comportamiento del Rey, sin duda había sido hechizado, no por la inmortalidad que él mismo le había otorgado, si no por la sirena, ella había usado un poder que solo las más antiguas poseían, por supuesto guardó silencio hasta estar en el bosque negro, nada más entrar y tenerla ante su presencia vería con más claridad sus intenciones...



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