Jenus recordaba su
historia de amor como si fuese ayer, como si los siglos no hubieran
ido avanzado como segundos, como si todos los días de sufrimiento ya
no hubieran existido. El Rey era leal con el hombre que había sido
en el pasado, con las decisiones que había tomado, era honesto con
el amor que había sentido por ella. Jamás negaría a nadie, ni
siquiera a si mismo, que de volver atrás no hubiera caído en sus
redes de nuevo, y ello pese a todo lo que había acontecido después,
pese a todo el dolor que había pasado su pueblo sometido al yugo de
una Reina que le había embaucado.
Había sucedido al
poco de que la guerra hubiera llegado a su fin, después de doce años
batallando frente a una guerra que había dado comienzo mucho antes
de que Jenus y su ejército intervinieran, más de cien años
encadenando lucha tras lucha, muerte y sangre que habían convertido
la llanura del mundo de los elfos en una gran tumba sin nombres.
Tras las largas
celebraciones que prosiguieron al fin de la primera guerra, donde se
le honraba por haber dado muerte al temible Jonás, Brania y las
tierras de los elfos le hubieran estado eternamente agradecidos, si
años más tarde la avaricia que comenzó a consumirle no le hubiera
llevado al encuentro del mago Infrodes, mago expulsado hacía años
de las pacificas tierras elfas por llevar a cabo ritos oscuros y usar
la llamada nicromancia. El Rey anhelaba que le fuera concedida la
inmortalidad, disfrutar de un reinado eterno, sin embargo ya no era
el mismo hombre de entonces y su pueblo lo sabía, viejo y sin
herederos temía por su trono, y también por la debilidad de Brania
ante sus enemigos en el momento de su inevitable ausencia. Así pues,
Jenus, haciendo caso omiso de las advertencias de quienes le rodeaban
y lleno de codicia, pidió al mago que le concediera la vida eterna.
Infrodes por su parte, deseoso de servir al legendario rey Jenus
accedió sin contemplaciones, omitiendo la verdad que se escondía
tras aquel hechizo, la inmortalidad le llevaría a la desgracia, y
por consiguiente también a quienes le rodeaban.
Durante años Jenus
disfrutó de su reinado inmortal, e incluso se convirtió en el Rey
que una vez antaño había sido para su gente. Las tierras de los
hombres disfrutaron de algunos años más de paz y prosperidad, sin
embargo un tiempo más tarde, Jenus decayó de nuevo, aburrido de su
larga existencia y abatido por la soledad que sentía dejó que su
reino se desmoronara sin remedio. Así una noche las puertas del
castillo se cerraron para no volver a abrirse, encerrado en sí
mismo, terminó con las relaciones que les unían a las tierras elfas
y su gran amigo el rey Kalino, cerró fronteras y puertos, y sus
hazañas quedaron olvidadas.
Infrodes,
arrepentido por el decaimiento de su rey, y atribuyendo aquel hecho a
la desgracia que se escondía tras la inmortalidad y de la que no le
advirtió, le aconsejó que buscara de nuevo la gloria y el pueblo le
perdonaría sus últimos años de aislamiento. Jenus decidió
entonces adentrarse en el bosque negro y acabar con la oscuridad que
el mago Birendorf había despertado con su poderosa magia negra
muchos siglos atrás. Si conseguía poner remedio a la putrefacción
que rodeaba Brania y seguía contaminando los alrededores de la
ciudad, quizá podría así recuperar la fe de su pueblo, y en sí
mismo.
Fue una noche
cuando finalmente El Rey Jenus a lomos de su caballo, junto con un
pequeño escuadrón marcharon a galope hacia el norte para intentar
acabar con el mal de su pueblo. Bajo la lluvia intensa que siempre lo
cubría todo en aquella zona mas apartada de Brania, cruzaron la
extensa llanura repleta de malas hierbas que escondían pequeños
lagos negros y profundos, aguas infectadas y comunicadas a través de
túneles subterráneos procedentes del gran lago que se hallaba en el
interior del bosque negro, la misma lluvia que caía incesantemente
había sido en parte responsable, sin embargo que lloviera tampoco
era algo natural de la zona, o al menos no lo había sido en otra
época.
Tras cruzar la
llanura sin más peligro se detuvieron, ante ellos el bosque se abría
en una hilera de enormes y altísimos árboles en tonos grises que se
alzaban rodeándolo durante una gran extensión de monte. El límite
era claro, y cuando ante el Rey, una abertura entre las enredadas y
mortecinas ramas le invitó a entrar, lo traspasó sin más dilación,
como si hubiera recuperado la fortaleza que una vez le había dado la
gloria.
Sus hombres se
miraron con desconcierto, nadie que conocieran o hubiesen conocido en
el pasado había entrado en aquel bosque, solo quedaban las historias
de algunos, leyendas que siempre terminaban con música y muerte,
cantos y melodías en la oscuridad, y gritos, gritos que se perdían
en el agua, eran las sirenas de Birendorf, aquellas que una vez
flotaron entre luz y aguas cristalinas y que hoy nadaban entre las
aguas que las habían infectado, convirtiéndolas finalmente y sin
remedio, en algo muy distinto a lo que una vez fueron.
Los hombres
entraron sin sus monturas, sabían que debían moverse con sigilo.
Con cautela se movieron entre sus ramas sueltas y grandes raíces
mientras el suelo pegajoso y lleno de plantas y algas muertas les
ralentizaba el paso. Los soldados se sentían nerviosos, sin embargo
Jenus parecía impasible, y eso que todavía no tenía claro que
debía o podía hacer para remediar aquella atrocidad que tenía ante
sus ojos. Creyó que debía hallar la pequeña casa en la que
Birendorf había residido tras su destierro de la desaparecida ciudad
de Riello, sin embargo no sabía porque lo hacía, pensó que no
serviría para nada, ¿que podía hacer él contra la magia oscura?
De pronto, un grito
sordo se dejó oír entre los últimos hombres que formaban el
escuadrón, Jenus ni ninguno de sus soldados podían ver nada entre
tanta oscuridad, al final solo se oyó el murmullo del agua, alguien
había caído en las redes de las sirenas y ya era tarde para
ayudarlo.
Siguieron avanzando
hasta llegar a un lago más grande que todos los demás que se habían
encontrado hasta entonces, los hombres con sus espadas desenvainadas
se estremecieron, allí debían vivir cientos de sirenas, quizá más,
y entre aquella oscuridad, entre la espesura que no dejaba ver nada,
el lago más grande comenzó a desprender una niebla verdosa y a la
vez brillante que se extendió por todo su alrededor, muchos más
lagos comenzaron a dejarse ver alrededor de todo el escuadrón,
rodeándolos. Los hombres temerosos se agruparon formando un círculo,
y de repente una solitaria sirena asomó poco a poco de entre las
aguas. Los hombres se mantuvieron alerta e intentando alejarse de
ella lo más posible, pero entonces tras de ellos otra salió a la
superficie, las sirenas se agolparon a su alrededor observándolos
con inocente curiosidad.
El
silencio se adueñó del bosque, solo se dejaba oír el rumor de las
aguas moviéndose lentamente, y de pronto una melodía, un sonido
lejano, una voz angelical retumbaba por entre los árboles y las
rocas llenas de musgo negro. Los hombres las observaron, estaban
cantando aunque no parecían mover los labios, su piel aunque pálida
parecía del mismo tono que la verdosa niebla que flotaba a su
alrededor y las algas negras se deslizaban por sus hombros y por sus
largas melenas negras y empapadas. Sus ojos negros se clavaban en los
soldados, quienes las miraban con miedo y expectantes a lo que podía
suceder.
Aconteció
en cuestión de segundos, cuando una de ellas abordó por las piernas
al primer soldado, lo hizo con tal rapidez que sólo se oyó el
sonido del agua al sumergir el cuerpo entre la oscuridad. Entonces
Jenus alzó su espada y la lucha entre las sirenas y los soldados dio
comienzo. Los hombres de Jenus lanzaban estocadas en la oscuridad sin
cesar, se defendían de ellas con todas sus fuerzas, sin embargo las
espadas no servían de nada, sus cortes se curaban al instante y los
soldados no tardaron en verse desbordados. Veían a sus compañeros
caer a las pútridas aguas, arrastrados por entre cinco o seis
sirenas a la vez, no había nada que hacer.
De
pronto el silencio volvió a reinar en el bosque, solo Jenus había
quedado en pie. Se hallaba ante el gran lago, a su alrededor las
sirenas se desplazaban por el agua acercándose cada vez más a él,
en aquel instante, sin esperanza, creyó ver llegar el fin de su
Reinado, pero no se sintió mal por el ello, aceptó su derrota.
Pero
entonces un susurro pareció provenir de todas partes del bosque,
surgió de la tierra y de entre los árboles muertos. - Mi rey
–repitió una y otra vez.
Era
una voz de mujer, sin embargo esta era distinta a todas las demás,
su voz poseía un tono especial, nítido y vibrante, dulce pero
escalofriante a la vez. Pertenecía a la sirena que del centro del
gran lago comenzaba a alzarse de entre todas las demás, ellas la
miraban con respeto y admiración mientras por cortesía se echaban a
un lado. Ante Jenus, surgió la más bella de las sirenas malditas de
Birendorf, ella era Calypso, la reina de aquellas aguas podridas, la
más antigua de todas ellas, la que más tiempo llevaba buceando
entre los lagos del bosque negro.
Calypso
tenía unos grandes ojos negros bajo unas cejas perfectamente
perfiladas y una mirada felina que se clavaba en Jenus, la piel que
asomaba del lago brillaba a causa de aquel líquido viscoso que la
había visto nacer y por el que ahora se desplazaba. Con sutileza y
casi sin moverse se acercó a la orilla del lago, bajo los pies de
Jenus, y se apoyó en el borde de costado, dejando asomar su cola
negra y plateada. Entonces Jenus sin pensarlo un segundo enfundó su
espada y lentamente se agachó para contemplar más de cerca a
Calypso, quien sin dejar de mirarle le dedicaba una sonrisa
complaciente. Eres el Rey – Le dijo la sirena Calypso. Eres la
Reina – contestó entonces él.
Las
demás sirenas comenzaron a desaparecer de la superficie una tras
otra hasta que todo quedó en completo silencio, allí, entre la
niebla verdosa que cubría todo el bosque solo quedaron ellos dos.
Desde aquel día Jenus abandonó el castillo cada noche para
visitarla, solo el mago Infrodes podía imaginar la magnitud del plan
que el Rey Jenus se traía entre manos mientras le observaba
escabullirse entre los pasillos, él había visto a la sirena
reflejada en los ojos y el corazón de su Rey, su alma ennegrecida le
había predicho un final inesperado, y después de la muerte sin
explicación de los soldados más fieles a Jenus su reinado pendía
de un hilo muy fino.
Con
la antorcha en la mano, el Rey entraba en el bosque más confiado
cada noche que pasaba, las sirenas le respetaban, y el hedor de la
naturaleza muerta ya no le resultaba tan insoportable, sabía que
allí solo le esperaba el amor de una sirena, y que Calypso debía
convertirse en su Reina, el pueblo así debería aceptarlo llegado el
momento.
Durante
meses su amor se intensificó, sus encuentros duraban hasta el
amanecer, Jenus se sentía cada vez más incapaz de separarse de
ella, se estiraba a su lado y la observaba nadar, ella le explicaba
historias antiguas que hablaban de magia y mares lejanos y él le
hablaba de guerra, de batallas y muerte, pero también de victorias.
Una de aquellas noches le explicó con orgullo como venció a Jonas,
su mayor hazaña hasta el momento, le relató cómo su padre se
negaba a entrar en batalla, mientras el le instaba a dejar de
esconderse, a dejar de temer a Jonas y a su ejército de Milenos,
debía ayudar a los elfos, debía ayudar a preservar la magia en el
mundo. Sin embargo su padre jamás cedió, y a espaldas de Jenus
había pactado ayudar a los Milenos a cambio de no atacar las tierras
de los hombres, dejándoles que usaran sus embarcaderos,
facilitándoles un salvo conducto por el paso de la senda de las
almas, la única manera posible de rodear el bosque de Gizean, ya que
el propio bosque no les dejaría entrar jamás. Así pues, la guerra
y la destrucción causada habían debilitado seriamente a los elfos,
la ciudad que representaba la grandeza de su gente había caído con
pasmosa rapidez, Riello era escombros, y tras más de cien años de
batalla sus ruinas blancas se habían teñido con la sangre de
incontables elfos y milenos. Calypso había sentido el sufrimiento en
el corazón de su Rey, ella le ayudó a entender su redención, el
pueblo debía quererle, así debía ser y ellos se lo debían, su
entrada en la guerra tras la muerte de su padre había salvado a su
pueblo, tarde o temprano Jonas y los saqueadores milenos hubieran
invadido Brania y Brímobil. Jenus sonrió y vio en Calypso a la
Reina perfecta, sentía que ella lo liberaba de la presión de su
reinado, del dolor de sus actos y de la codicia que le había
invadido años atrás, creyó que su desgracia había cesado, ella
era la suerte que le había faltado.
Pero
fue una noche cuando tomó la decisión definitiva. Calypso le había
contado que había soñado que visitaba el lejano bosque de Gizean en
las tierras de los elfos, que saltando entre sus grandes raíces se
perdía en él, y también que veía unicornios y hadas diminutas
saltando entre las hojas mojadas del rocío, como contaban las
leyendas, y sobre ella había sentido las gotas caer sobre su mano,
sin embargo no era agua fresca y transparente como podía pensar, era
el líquido negro y siempre la mantenía presa.
Jenus
había llegado a la conclusión de que las sirenas debían dejar de
ser odiadas, Brania y todas las demás tierras de los hombres debían
comprender el sufrimiento de vivir en aquel lugar, en los lagos
negros, víctimas de la magia negra a la que Birendorf había dado
rienda suelta, antes incluso de tomar a Jonas como su pupilo. Sabía
que sería tremendamente difícil que le comprendieran, durante años
las sirenas se habían cobrado varias muertes en sus tierras, aparte
de los soldados que el propio Jenus había llevado a la muerte por lo
que se había entendido como un simple acto de vanidad. Sin embargo
el Rey ahora lo entendía como un modo de defensa, y así quería
exponerlo.
Creyó
que si la convertía en su Reina ella podría ganarse el respecto y
comprensión del pueblo, demostraría como eran en realidad, dejaría
claro que las sirenas eran capaces de amar, no solo de matar.
Con
esa idea, a la mañana siguiente Jenus convocó a Infrodes para que
hablaran en privado. El mago se limitó a asentir respetuosamente
cuando el Rey sin más preámbulos le confesó que se había
enamorado de Calypso, Reina de las sirenas que habitaban en el bosque
negro. Pocas cosas sorprendían ya al mago, él que había recorrido
el mundo durante más de cien años, sin embargo en aquel instante
supo que el rey le estaba confesando aquel secreto por una razón
mayor que el simple deshago, sabía que su amor no se quedaría en el
lago, y en el momento concreto en que Jenus le confesó que la
tomaría como Reina, la fe en sí mismo y en su clan se desmoronó.
Infrodes era parte de la raza de los magos, una de las más antiguas
que había vivido en el mundo, su clan se caracterizaba por servir
siempre a un Rey en tierras elfas, estaban obligados a ello todos sus
descendientes, que casualmente siempre eran varones. Como su mago
personal la magia debía estar siempre a disposición del rey, pero
jamás obviar posible consecuencias de ciertos hechizos, pues no era
raro que los que concedían un don muy especial venían ligados a un
acontecimiento posterior, normalmente nada bueno. Infrodes ya había
callado una vez, quiso pensar que su desesperación para cumplir con
su boto le libraría y perdonaría algún día por ello, sin embargo
no había hecho más que empezar.
Jenus
podría haber soportado con verla en secreto cada noche durante la
eternidad que les esperaba a los dos, pensó Infrodes, al menos eso
habría ayudado a no encender más la llama que ardía entre los
habitantes de Brania, pero Jenus ni se planteaba la posibilidad de
mantenerla en el anonimato, e Infrodes sabía que ni una sola palabra
suya le haría cambiar de opinión, su amor parecía demasiado
perfecto. El Rey posó su mano sobre el hombro del mago y como si de
una confidencia se tratara, le pidió que concediera unas piernas de
mujer a Calypso, bellas y esbeltas, con todos los demás atributos
que debería tener como tal. Infrodes había supuesto lo peor, y
aquello podría llegar a serlo. ¿Y si Calypso estaba ligada a la
inmortalidad que él había concedido a Jenus? Por primera vez se
planteó la posibilidad de que podría haber errado en sus
predicciones, tal vez el decaimiento que había consumido a Jenus no
había sido más que eso, un desanimo provocado por sus sentimientos
humanos. Infrodes miró a su Rey con convicción y le dijo que debía
estudiarlo, que quizá no era posible… Pero Jenus no aceptó sus
dudas y se negó a escuchar sus explicaciones. Su mirada se volvió
desdén hacia el mago, y con enfado se levantó del sillón de sus
aposentos donde se encontraban, alzando la voz le inquirió una
respuesta, si sabía hacerlo podría quedarse en Brania y servirle
para siempre, sentenció Jenus, de lo contrario, si se negaba o
alegaba que no era posible realizar el hechizo, sería exiliado y
buscaría un mago mejor. Aquellas palabras fueron como mazazos para
el mago, sabía que debía negarse o al menos eso habría sido lo
correcto, pero también era consciente de que ningún otro mago
podría ser capaz de proporcionarle una magia como la suya. Aun con
todo ello sintió que debía quedarse, el Rey lo necesitaría mas que
nunca después de aquello.
No
pasaron muchos días hasta que Infrodes anunció a Jenus que ya
estaba todo preparado para el hechizo. El mago se había tomado
algunas libertades al respecto y había estudiado el comportamiento
del Rey, sin duda había sido hechizado, no por la inmortalidad que
él mismo le había otorgado, si no por la sirena, ella había usado
un poder que solo las más antiguas poseían, por supuesto guardó
silencio hasta estar en el bosque negro, nada más entrar y tenerla
ante su presencia vería con más claridad sus intenciones...
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